Ficha vigésimo tercera

Ficha vigésimo tercera: El buen samaritano (Lc 10, 25 – 37)
Se presentó un maestro de la Ley y le preguntó para ponerlo a prueba: Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? É1 le dijo: ¿Que está escrito en la Ley?, ¿qué lees en ella? É1 contestó: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo. É1 le dijo: Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida. Pero el maestro de la Ley, queriendo justificarse, preguntó a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo? Jesús dijo: Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje, llegó a donde estaba él y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. A1 día siguiente sacó dos denarios y, dándoselos al posadero, le dijo: Cuida de él y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta. ¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos? É1 contestó: El que practicó la misericordia con él díjole Jesús: Anda, haz tú lo mismo.
Lectura:
¿Cuál de los tres «se hizo prójimo»? El letrado había preguntado «quien es mi prójimo». Jesús, por tanto, cambia la perspectiva. Mi prójimo, mi «próximo», es aquél a quien me acerco. Soy yo quien tiene que «aproximarse» a quien necesita ser amado, a quien necesita mi ayuda. Sin poner excusas, sin construir barreras. No se puede amar a Dios mientras se excluye al hermano necesitado.
La parábola es un escándalo. ¡Pone como ejemplo a un pagano! El letrado acusa el golpe y no se atreve a decir «el samaritano». Pero aún dolorido, se abre al mensaje, y reconoce: «el que practicó misericordia». Por eso Jesús, de nuevo con extrema delicadeza, le exhorta: «anda pues y haz tu lo mismo».
El encuentro con Jesús, a través de la parábola, ha transformado al letrado. El que venía, seguro de si mismo, a juzgar y descalificar a Cristo, ha sido desposeído de su falsa seguridad. El que preguntaba solo retóricamente por el camino de la vida, ha escuchado una llamada a la conversión que le afecta en lo más profundo. El que se creía justo se reconoce necesitado de cambio.
El camino de Jerusalén a Jericó. Camino peligroso, poblado de «bandidos». No de simples ladrones astutos, sino de atracadores que roban por medio de la violencia. Quizá rebeldes insurrectos, los «sicarios» y «zelotes» que oponían a Roma una resistencia armada. Gentes violentas, para quienes poco vale una simple vida humana. El texto no se fija en el robo, sino en el maltrato a que su víctima se ve sometido.
El sacerdote y el levita. Dedicados al servicio del Templo. Han de acercarse a ofrecer sacrificios, de modo que, para no quedar impuros, dan un rodeo y se apartan actuando conforme a la Ley. Para nosotros esto resulta sorprendente, pero para un judío de la época de Jesús cumplen con su deber.
Al samaritano no le preocupan las normas de la pureza ritual. No forma parte del pueblo elegido. Para los judíos, los samaritanos eran despreciables porque no guardaban la Ley tal como se entendía en Jerusalén. Muchos de ellos eran paganos. Es normal que él no tenga problema en acercarse, en tocarlo, vendarlo… no se considera impuro por ello.
Pero, es lo importante, se deja llevar por la compasión. «Le dio lástima», «se conmovió». Como Jesús ante el entierro del hijo de la viuda (7,13); como el padre bueno ante el regreso del hijo pródigo (Le 15,20). Es la misericordia que lleva a actuar a favor del «compadecido». El corazón del samaritano late al ritmo del de Jesús. Con el mismo amor de Dios.
Meditación:
A veces vivo de teorías, me las doy de listo y «sabelotodo», tengo magníficas palabras para salir de todos los apuros… pero mi corazón está frío y mi amor es una farsa. A veces me acerco a Cristo para quedar bien, aunque sólo sea ante mi mismo, pero no con la humildad del discípulo, del desea aprender, y no juzgar al Maestro. A veces, también yo me contento con saber del evangelio y sin vivirlo realmente. Es entonces cuando Jesús me pone ante mi error, ante mi mentira, me quita con tanto amor como decisión la máscara tras la que me escondo… y me llama de nuevo a la conversión.
¿Cómo miro yo a los extranjeros y a cuantos me resultan extraños, diferentes? ¿Estoy dispuesto a aprender? Jesús, con su mirada limpia descubre la maravilla de este hombre, que unos ojos llenos de prejuicios ni siquiera hubieran mirado. ¡Cabe el latir del corazón de Dios en el corazón de un pagano! ¿Cabe también en el mío?
El valor de lo concreto. Se acercó, le vendó las heridas… A Cristo le preocupa el hombre, cada ser humano en concreto. No propone una historia grandiosa, sino algo sencillo y concreto. Y yo, ante los problemas del mundo, a menudo me siento impotente, como si no puediera hacer nada… porque no hago lo que realmente puedo.
Te lo pagaré cuando vuelva. No se trata de un arrebato momentáneo, sino de un compromiso que implica el futuro. El samaritano paga con lo que tiene en ese momento y está dispuesto a seguir haciéndose cargo en el futuro. Porque lo que importa es el hombre herido y su recuperación. Y las heridas del hombre solo se pueden sanar con un compromiso duradero.
Anda, haz tu lo mismo. ¿Cómo reaccionaría el letrado? El texto no lo dice. Pero su actitud lo insinúa. Ha captado el mensaje, se ha dado por aludido. Le cuesta reconocerlo, pero se ha dado cuenta. ¿Me doy yo por aludido? Cumplir la Ley de Dios, ganar la vida eterna…. Anda y haz tu lo mismo.
Podemos compartir en voz alta nuestra meditación, brevemente, sin entrar en debate, sino enriqueciéndonos unos con las visiones de los otros.

Oración:
¡Señor, concédeme el coraje de hacer yo lo mismo! ¡Enséñame a amar al hombre, a todo hombre, al hombre concreto! ¡Ábreme los ojos cuando voy de camino, para que no viva a ciegas, sin ver a quien sufre! ¡Señor, que vea! ¡Señor, que ame!
¿Qué pedimos hoy al Señor? Desear la vida eterna. Porque es la búsqueda de Dios la que nos llevará a amar su Ley. Señor, crezca nuestro deseo de ti, y nuestro amor por tu Palabra
¿Qué pedimos hoy al Señor? Aprender el camino recto. El camino que conduce a Ti, Señor, un camino sin rodeos. Que pasa por medio del hombre, en el que nos sales al encuentro. Que pasa por medio del pobre, del herido, del molesto. El camino que nos lleva a olvidarnos de lo nuestro, a cargar con los que sufren, al compromiso duradero. Camino que no evita a nadie, camino de amor sincero. Aquel que te llevó a la cruz para sanar nuestros yerros.
Contemplación:
Contemplemos la primera escena: ¿Quién es éste que se acerca? ¿Cuál es su intención? ¿Cuál su aspecto? ¿Qué busca, por qué se acerca a Jesús?
La actitud de Jesús. Su serenidad. Escuchémosle responder preguntando, acogiendo. ¿Cómo es su mirada? Jesús sabe leer en el interior de este hombre. Y le ama. Le abre a una comprensión más real del texto que tan bien sabe por fuera, pero no le toca por dentro.
Contemplamos este encuentro. La provocación que Jesús le dirige, su parábola, es un acto de amor, de misericordia, hacia el letrado. Éste, desconcertado, balbucea su respuesta ¿quién fue prójimo? El que mostró misericordia… ¿Cómo recibe la invitación del Señor: «anda y haz tu lo mismo?
Contemplemos ahora el segundo cuadro: la historia del buen samaritano. La parábola se dirige hoy a nosotros. Contemplémosla en primera persona. El asalto, las heridas, el abandono. El levita y el sacerdote, y su rodeo para evitar al herido. ¿Cómo le miran desde lejos? ¿Cómo les mira el necesitado? ¿Cómo contempla Dios la escena? ¿Cómo la contemplo yo mismo? ¿Soy yo el levita, soy el sacerdote? En el fondo soy también el herido…
La sinceridad de mi relación con Cristo. Ser un discípulo auténtico: no juzgar la palabra de Dios. No soy la medida de todas las cosas. A veces estamos tan seguros de que nuestra manera de pensar es la adecuada, que no nos abrimos al Señor para que Él nos sorprenda y, cambiándonos, renueve nuestra vida.
Mi apertura al prójimo. ¿Estoy yo dispuesto a aprender de todos, incluso de los «samaritanos»? ¿No pongo demasiadas barreras, clasifico a las personas, desprecio a algunas y quizá adulo a otras? Para avanzar por el camino de la fe cristiana, tengo que aprender a ser sencillo, abierto, buscador, discípulo.
A veces mi solidaridad se agota en la conmoción que me produce ver ciertos documentales televisivos. Acabada la emisión, se acabó mi preocupación por el que sufre. Mero sentimentalismo. Necesito aprender a acercarme a quien sufre en lo concreto. Aprender a dar y a darme, y abandonar tantos miedos. Y tantas comodidades, mis excusas, mis recelos… El mundo está lleno de heridos, apaleados, desnudos, abandonados… con los que yo me cruzo a diario. ¡Empezar por aprender a verlos! Conmoverme, moverme, hacer algo, ayudar el lo real y concreto.
San Juan Crisóstomo
Si vieres a alguien víctima de una desgracia, no te pares a indagar. Tiene derecho a tu ayuda por el simple hecho de sufrir. Porque si sacas del pozo al asno a punto de ahogarse sin preguntar de quién es, con mayor razón no debe indagarse de quién es aquel hombre. Es de Dios, sea griego o sea judío, o sea un infiel, tiene necesidad de tu ayuda (Homilía sobre Hebreos, 6).
Juan Pablo II
Buen samaritano es todo hombre que se para junto al sufrimiento de otro hombre, de cualquier género que sea. Y no por curiosidad, sino por disponibilidad. Es como el abrirse de una determinada disposición interior del corazón, que tiene también su expresión emotiva. Buen samaritano es todo hombre sensible al sufrimiento ajeno, el hombre que «se conmueve» ante la desgracia del prójimo. Si Cristo, conocedor del interior del hombre, subraya esta conmoción, quiere decir que es importante para toda nuestra actitud frente al sufrimiento ajeno. Por lo tanto, es necesario cultivar en sí mismo esta sensibilidad del corazón, que testimonia la compasión hacia el que sufre. A veces esta compasión es la única o principal manifestación de nuestro amor y de nuestra solidaridad hacia el hombre que sufre.


 

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