Ficha vigésimo sexta

Ficha vigésimo sexta: El hijo pródigo (Lc 15, 11 – 32)
 
 Les dijo: Un hombre tenía dos hijos: el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte que me toca de la fortuna. El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo mando a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer. Recapacitando entonces se dijo: Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: Trátame como a uno de tus jornaleros. Se puso en camino adonde estaba su padre: cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y echando a correr, se le echó al cuello, y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus criados: Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado. Y empezaron el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile y llamando a uno de los mozos, le preguntó que pasaba. Este le contestó: Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud. É1 se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. y él replicó a su padre: Mira, en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado. El padre le dijo: Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado.
 
 Lectura:
 
 La parábola del hijo pródigo, o mejor «del padre bueno», aparece sólo en san Lucas, que tanto subraya los textos de la misericordia. Su contexto es el siguiente: a las multitudes que le siguen, Jesús acaba de recordarles que sólo puede ir en pos suyo quien abraza la propia cruz. A continuación Jesús, rodeado de pecadores, recibe las críticas de fariseos y escribas: «éste acoge a los pecadores y come con ellos» (15,1 ss). A ellos dirige entonces las parábolas de la oveja descarriada y de la moneda perdida, sobre la alegría del cielo por un pecador que se convierta, y, ampliando esta enseñanza, nuestra parábola de hoy.
 «Lo vio de lejos». Señal de que lo estaba esperando. No ha permanecido encerrado, alimentando el rencor, sino esperando a su hijo, en medio de su dolor. No está cegado por la ofensa, la esperanza abre sus ojos. Espera, avizora, suspirando por el retorno.
 «Se conmovió». Como Jesús ante la viuda que salía a enterrar a su hijo (Le 7,13) o el buen samaritano ante el caído (Le 10,33). Así late el corazón de Dios. Con un estremecimiento interno que lleva a la actuación inmediata en favor del compadecido. Otro nombre del amor.
 Se acerca, le abraza, le besa. A la prisa del hijo al marcharse, responde ahora la premura en la acogida del padre. Sale a su encuentro. Corriendo. Le llena de muestras de afecto. Sin esperar a que el hijo se exprese. Amor previo al reconocimiento del pecado cometido. Amor precedente e incondicional. El que ha hecho posible que el hijo regrese.
 No le deja que acabe de hablar. ¿Que no eres mi hijo? No llega a hablar de jornaleros. Ni excusas, ni acusaciones, ni referencia alguna al pecado. Para el padre siempre ha sido su hijo. La generosa acogida desborda. Va mucho más allá de cuanto exige la justicia. Y aún de cuanto el hijo soñó atreverse a implorar como gracia. Es el «encuentro» de quien «estaba perdido». La vuelta a la vida de un «muerto». El hijo es regenerado, nace nuevamente del padre «este hijo mío». San Juan habla de «nacer de nuevo» (Jn 3,3ss) por el agua y el Espíritu, y de llegar a ser, por la fe en Cristo, «hijos de Dios» (1,12).
 El banquete. La vida se celebra en la fiesta. El banquete de la alegría de la filiación recobrada. El hijo mayor, encolerizado, se niega a entrar. También a éste ha de buscarlo su padre. Rota la filiación, se rompió la fraternidad. Ahora no caben los dos hijos en la casa. Se considera justo, frente a aquel que pecó. La benignidad del padre le parece una injusticia, y se queja amargamente. Enrocado en su justicia es incapaz de misericordia. No late en él el corazón del padre, se ha petrificado en el rencor y el orgullo de ser el mejor. Formalmente él ha hecho lo justo, pero su corazón no late al unísono, y cuando el padre conmovido corre al encuentro del pecador, él se da por ofendido y se niega a participar de la fiesta.
 «Ese hijo tuyo», dice con desprecio. «Tu hermano», responde el padre. La relación con el padre funda la fraternidad. Es en él en quien se reconocen hermanos. Si aceptan compartir su casa. Por dos veces lo repite el padre: perdido y ahora encontrado, muerto y ha vuelto a la vida. El lejano ahora es cercano, y así recomienza la vida. La parábola se dirigía a los escribas y fariseos. Y en ellos a los lectores, a nosotros. ¿Cómo situarnos ante ella? ¿Participamos en la alegría celeste por un pecador convertido?
 
 Meditación:
 
 La parábola del Padre Bueno. Cristo nos desvela el corazón de Dios Padre en este magnífico texto. Nos imaginamos a un Dios amenazante y celoso, terrible y justiciero. O a un Dios indiferente que vive perdido en su cielo. Y Él nos muestra a un Dios cercano, a un Padre amante y tierno. Que todo lo da callando, que respeta, espera, sufre en silencio. Que sale, que acoge, que sabe venir al encuentro. Que perdona, que hace fiesta, que rehace la fraternidad rota, que tiene para cada uno la palabra precisa… es el Padre verdadero.
 Algo hay en mi de hijo pródigo. Y algo de hijo mayor, de fariseo. La misericordia divina me invita a aprender a ser padre. «Sed perfectos, como vuestro Padre es perfecto» «Sed misericordiosos, como lo es vuestro Padre del cielo». Ir aprendiendo a ser «padre», a ser imagen de Dios. A dar gratis la misericordia que tan inmerecidamente recibo. Esta experiencia del pecado y el perdón puede llevarme a la madurez verdadera, a ser humanamente más pleno. Siendo verdaderamente hijo, verdaderamente hermano, y aún verdaderamente padre para cuantos me rodean.
 Cristo es el verdadero hijo, que dejando la casa del Padre, se ha venido a vivir bien lejos. Él no cometió pecado, más quiso cargar con los nuestros. Ha venido a buscar a los que estábamos perdidos. Él ha muerto nuestra muerte, para llevarnos a la vida. Nos conduce a la casa del Padre, a la reconciliación y la vida, hacia la fraternidad perfecta y la Mesa compartida. Cristo se ha hecho «hijo pródigo» por nosotros. En Él, el Padre ha salido corriendo hacia nosotros, nos ha abrazado, nos ha revestido de fiesta con la túnica bautismal y nos ha hecho renacer como hijos suyos. Nos ha «levantado» y «vuelto a la vida». Nos a abierto el camino y camina con nosotros. Nos ha invitado a «seguirle» hacia la casa del Padre, hacia la resurrección y la vida. No rechaza a los pecadores, sino que los acoge y los cuida. E invita a cuantos le escuchan a coger su cruz cada día. A morir a una vida muerta y resucitar, como hijos en el Hijo, a la verdadera Vida.
 Podemos compartir en voz alta nuestra meditación, brevemente, sin entrar en debate, sino enriqueciéndonos unos con las visiones de los otros.
 
 Oración:
 
 Quedémonos ahora en silencio. Que del corazón de cada uno suba al Padre una oración muy personal. Decidir retornar al Padre. Dar gracias por el perdón recibido. Darme cuenta de que soy fariseo. Pedir aprender a amar, a acoger, a buscar al perdido… Cada uno tendrá una palabra, la suya, que dirigir al Padre Bueno que nos mirar desde el altozano con la sonrisa en los labios y con los brazos abiertos. Quizá podríamos concluir compartiendo espontáneamente alguna de estas oraciones que hemos dirigido al Señor desde el corazón y el silencio.
 
 Contemplación:
 
 Contemplemos ahora la parábola. Releyéndola. Imaginativamente, como si se proyectara en un cine para nosotros. ¡Es muy cinematográfica! Detengámonos en cada escena, en sus detalles, en las palabras, los silencios, los gestos. La casa del padre y los campos. Los hijos. La marcha. El país lejano. La vida perdida. La hambruna y los cerdos… Y así escena tras escena, recorriendo todo el texto. O mejor, deteniéndonos en algún momento. Allí donde el Seño nos habla, donde le hemos sentido más dentro. Donde nos llama, o nos alegra, o nos escuece… Mirémosle de frente, aceptemos su palabra llenos de agradecimiento.
 Aprender a acoger como Cristo. Como el Padre, salir al encuentro. Es una llamada de Cristo para que revise mis actitudes ante el pecado ajeno, y ante aquellos a quienes margino y desprecio.
 El Padre Dios me acoge, me perdona, ¡no puedo seguir siendo un exclusivista! Salir de mi mundillo, e ir al encuentro del hambriento, el que sufre, el solo, el inmigrante, el que está hundido… incluso si es por sus propios errores. ¡ Señor, dame un corazón grande!
 Muchos creen que hablar de pecado es una antiguaya. Sin embargo, Jesús invita a considerar seriamente nuestras relaciones, no sólo con los dones de Dios, sino sobre todo con el Dios de los dones. Descubrir la realidad de mi pecado, a la luz de la verdad aún mayor de la misericordia del Padre. Y la maravilla inmensa del Sacramento de la Reconciliación. Sintiendo nostalgia del Padre no dejaré de alimentar cerdos. Puedo de ponerme en camino, volver hacia su casa, confesar mi pecado, recibir su abrazo y participar en el banquete de su misericordia. No se crece como cristiano sin vivir profundamente este misterio de amor… en la verdad del Sacramento.
 
 San Jerónimo
 
 Yo soy como la oveja enferma, descarriada del rebaño. Como el Buen Pastor no me ponga sobre sus hombros y me lleve de nuevo al redil, mis pasos darán tumbos y en el mismo momento en que me esfuerce por levantarme, me fallarán las piernas. Yo soy el hijo pródigo, que, aunque he malgastado toda la herencia que me dio mi padre, aún no he doblado mi rodilla sumiso ante él. No he comenzado aún ni a alejarme del tentador atractivo de mis antiguos excesos. Y como hace tan poco tiempo que he empezado a algo abandonar mis vicios y a desear abandonarlos, el diablo ahora me seduce con instrumentos nuevos, pone nuevas piedras de tropiezo en mi camino, me cerca por todos lados (Carta II a Teodosio y los otros anacoretas).
 
 Tomás de Kempis
 
 ¿De que sirve retardar mucho la confesión, o diferir la sagrada Comunión? Límpiate cuanto antes, vomita pronto el veneno, toma en seguida la medicina, y te hallarás mejor que si lo dilatares mucho tiempo. Si hoy dejas de recibir el sacramento por alguna causa, mañana puede haber otra mayor. Te apartarás mucho tiempo de la Comunión, y después estarás menos dispuesto. Sacude cuanto antes tu pereza, que nada se gana con angustiarse largo tiempo y apartarse del divino sacramento (La Imitación de Cristo 4, 7,4).
 
 Santa Teresa de Jesús
 
 Siendo Padre nos ha de sufrir por graves que sean las ofensas. Si nos tornamos a Él, como al hijo pródigo hanos de perdonar, hanos de consolar en nuestros trabajos, hanos de sustentar como lo ha de hacer un tal Padre, que forzado ha de ser mejor que todos los padres del mundo, porque en Él no puede haber sino todo bien cumplido (Camino de Perfección 27,2).


 

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