Ficha vigésimo quinta

Ficha vigésimo quinta: Las parábolas del Reino y la puerta estrecha (Lc 13, 18 – 30)

¿A qué se parece el Reino de Dios? ¿A qué lo compararé? Se parece a un grano de mostaza que un hombre toma y siembra en su huerto; crece, se hace un arbusto y los pájaros anidan en sus ramas. Y añadió: ¿A qué compararé el Reino de Dios? Se parece a la levadura que una mujer toma y mete en tres medidas de harina, hasta que todo fermenta. De camino hacia Jerusalén, recorría ciudades y aldeas enseñando. Uno le preguntó: Señor, ¿serán pocos los que se salven? Jesús les dijo: Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis ala puerta diciendo: Señor, ábrenos; y él os replicará: No sé quiénes sois. Entonces comenzaréis a decir: Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas. Pero Él os replicará: No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados. Entonces será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, Isaac y Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios y vosotros os veáis echados fuera y vendrán de Oriente y Occidente, del Norte y del Sur y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos.

Lectura:
¿A qué se parece el Reino de Dios? El Reino es un profundo Misterio. El misterio mismo de Cristo, de la salvación de los hombres y de la comunión con Dios. Jesús lo desvela con las imágenes más sencillas. No habla para los selectos, sino para el pueblo llano, para todos los hombres. Prodigio de pedagogía, de acercamiento, de sensibilidad. La hondura de su mirada, capaz de reconocer en las realidades más ordinarias un signo de los más profundos misterios: es lo que llamamos «la mirada contemplativa de Jesús».
El grano de mostaza. Tanto Me como Mt marcan el contraste: de grano muy pequeño nace la «mayor de las hortalizas». San Lucas simplifica, no se fija en el tamaño de la semilla y simplemente llama «árbol» a la planta. El punto de comparación es el mismo: la desproporción. El Reino puede parecer insignificante, pequeño, pero está destinado a crecer. La tradición ha visto en los pájaros que hacen sus nidos una alegoría del Reino en que todos tenemos cabida y hallamos «nuestra propia casa».
La levadura. El Reino no crece solo: transforma la realidad. El mundo se esponja y crece al ritmo del Reino de Dios. El Reino, por tanto, no es una realidad mundana, sino divina, pero una realidad que transforma este mundo «según el plan de Dios».
¿Serán muchos los que se salven? Jesús desvía la pregunta teórica y la convierte en una exhortación existencial. Entrar por la «puerta estrecha»… La imagen puede basarse en una de las puertas de la muralla de Jerusalén. Pero la referencia al «camino» de Jesús nos permite leerla con más hondura: entrar por la puerta estrecha es entrar por la puerta de Cristo. Él es el Reino, y al Reino se entra uniéndose a Él, que camina hacia la entrega de su vida en Jerusalén. Por tanto entrar en el Reino implica la entrega de la propia vida, por amor a Cristo, en unión con Él, a favor de los hombres, en fidelidad a la voluntad del Padre. Entra en el Reino quien pasa por la puerta estrecha de la cruz del Señor. Y quien entra encuentra la vida, participa de su resurrección.
«No sé quienes sois». Porque no todo el que dice «Señor, Señor», entrará en el Reino (Mt 7,21), y quien oye la Palabra y no la pone en práctica construye sobre arena y no sobre roca (Le 6,46ss). En la parábola del juicio final, aún sin saberlo, amó a Dios quien sirvió al necesitado (Mt 25,31ss).
Meditación:
No puedo despreciar lo pequeño. El Reino crede de bien poco. Se siembra con una palabra, con un gesto, con una minucia. Pero crece hasta ganar la vida, hasta hacerse un árbol imponente. Lo importante es «plantarlo en mi campo». Que la semilla no quede baldía.
La tradición más antigua ha relacionado la cruz de Cristo con el «árbol de la vida» que estaba en el centro del Paraíso. En la basílica romana de san Clemente, un mosaico medieval la presenta llena de brotes, en cuyas ramas no sólo se albergan los pájaros, sino cuantos forman la Iglesia. En el tronco mismo, junto a Cristo crucificado, doce palomas representan a sus apóstoles. Esta imagen vegetal va aún más lejos en el cuarto evangelio: Cristo como la vid verdadera, cuyos sarmientos son los discípulos.
Tengo un puesto propio en el Reino. Mi nido, que está en mi rama. Humilde, pero es el mío. ¡Con Cristo me siento en casa! Junto a mi caben los hombres de cualquier color y raza. Toda la diversidad del mundo se descubre en Cristo amada. Y son todos mis hermanos, y nadie está en tierra extraña.
Podemos compartir en voz alta nuestra meditación, brevemente, sin entrar en debate, sino enriqueciéndonos unos con las visiones de los otros.
Oración:
Muchas cosas nos puede haber mostrado el Señor al meditar sus parábolas. Dialoguemos con Cristo sobre ellas. Quizá nos suscitó alegría por recibir su Palabra, o deseo de ser levadura en medio de la masa. Quizá nos sentimos aún lejos de elegir la puerta estrecha y necesitamos pedirle su gracia. ¡Que nos llene de alegría y de esperanza!
¡Señor enamóranos tanto, que por ti recorramos el camino «haciendo el bien de pueblo en pueblo», anunciando el Reino, sirviendo a los últimos! ¡Revélanos, Señor, la alegría escondida en tu cruz! ¡ Señor, enséñanos a amar contigo!

Contemplación:

La contemplación de las parábolas puede ser especialmente sabrosa. Basta representarnos la escena. El huerto, el pequeño grano, el labrador que lo siembra. El crecimiento lento, pero constante. Primero un brote, luego un tallo, luego una rama… El árbol crecido y frondoso. Las aves acogidas en sus ramas.
O las tres medidas de harina y la pizca de levadura que la esforzada ama de casa mezcla amasa que te amasa. El duro esfuerzo que ella realiza para alimentar a los suyos, crece y se multiplica por efecto de la levadura, que levanta toda la masa. Podemos incluso ver luego a la familia entera a la mesa, alimentándose de este pan nuevo, el pan del Reino.
O miremos a la «puerta estrecha». Miremos a la cruz de Cristo, máxima expresión de amor y entrega, el fruto más maduro de la libertad humana. Y deseemos estar con Cristo, amar con Cristo, crecer en libertad con Él, para nuestro propio crecimiento y el bien de nuestros hermanos. Deseemos vivir el Evangelio en serio y hasta sus últimas consecuencias, no sólo de boquilla y mera apariencia, sino en la entrega generosa y cotidiana. ¡Que crezca el amor, nunca el miedo! ¡El deseo y la esperanza! ¡Ver como llegan todos los pueblos alegres a esta llamada! ¡Desear alegrarme con Cristo, sentado con los patriarcas, entre los últimos recibidos en su mesa!
La fuerza capaz de transformar el mundo es la presencia de Dios. Levadura presente en la masa. Un mundo carente de Dios no se esponja, no se desarrolla en modo auténtico. Los cristianos estamos llamados a ser agentes de esta transformación verdadera, que conduzca a la sociedad humana hacia la paz y la justicia, la libertad y la verdad que son características del Reino de Dios. Es lo que repite el Papa: construir la «cultura de la vida», la «civilización del amor». Al servicio de todos los hombres, sobre todo de los pobres y los que sufren. Sin olvidar nuestra misión más específica, el «servicio de los servicios»: la evangelización, el anuncio de Jesucristo. En esta actitud de servicio, la Iglesia colabora gustosa con todos los hombres de buena voluntad, sin importar sus creencias, y se alegra de acercarse a ellos y entablar ese fecundo diálogo que forma también parte de la propia evangelización.
El Concilio Vaticano II
A los laicos pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales. Viven en el siglo, es decir, en todas y a cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de este modo descubran a Cristo a los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de su vida, fe, esperanza y caridad. (Lumen Gentium, 31).
Pablo VI
Este reino y esta salvación pueden ser recibidos por todo hombre como gracia y misericordia, pero a la vez cada uno debe conquistarlos con la fuerza, con la fatiga y el sufrimiento, con una vida conforme al Evangelio, con la renuncia y la cruz, con el espíritu de las bienaventuranzas. Pero, ante todo, cada uno los consigue mediante un total cambio interior, que el Evangelio designa con el nombre de metánoia, una conversión radical, una transformación profunda de la mente y del corazón (Evangelii Nuntiandi 10).


 

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