Ficha vigésima: La parábola de la semilla (Lc 8,4 – 15)
Se le juntaba mucha gente y, al pasar por los pueblos, otros se iban añadiendo. Entonces les dijo esta parábola: Salió el sembrador a sembrar su semilla. Al sembrarla, algo cayó al borde del camino, lo pisaron, y los pájaros se lo comieron. Otro poco cayó en terreno pedregoso, Y, al crecer, se secó por falta de humedad. Otro poco cayó entre zarzas, y las zarzas, creciendo al mismo tiempo, lo ahogaron. E1 resto cayó en tierra buena, y, al crecer, dio fruto al ciento por uno. Dicho esto, exclamó: El que tenga oídos para oír, que oiga. ‘Entonces le preguntaron los discípulos: ¿Qué significa esa parábola? É1 les respondió: A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del Reino de Dios; a los demás, sólo en parábolas, para que viendo no vean y oyendo no entiendan El sentido de la parábola es éste: La semilla es la Palabra de Dios Los del borde del camino son los que escuchan, pero luego viene el diablo y se lleva la Palabra de sus corazones, para que no crean y se salven Los del terreno pedregoso son los que, al escucharla, reciben la Palabra con alegría, pero no tienen raíz; son los que por algún tiempo creen, pero en el momento de la prueba fallan Lo que cayó entre zarzas son los que escuchan, pero con los afanes y riquezas y placeres de la vida, se van ahogando y no maduran Los de la tierra buena son los que con un corazón noble y generoso escuchan la Palabra, la guardan y dan fruto perseverando.
Lectura:
Predica Jesús de ciudad en ciudad, acompañado por los Doce y por algunas mujeres a las que «había curado de malos espíritus y enfermedades» y que «le ayudaban con sus bienes». Cada día son más los que quieren unirse a Jesús. Entonces les dirige esta parábola, desvelando las diversas actitudes ante el Evangelio e invitando al discernimiento.
La experiencia: la semilla porta en sí toda la capacidad de dar vida, de multiplicar el fruto. Pero no depende sólo de si misma. También importa la «acogida», las condiciones de la tierra, del riego, etc.
La realidad: La predicación de Cristo porta en sí misma la vida de Dios, y su palabra nos conduce a entrar a formar parte del Reino. Ahora bien, como «palabra» que es, se dirige a los hombres, y no resulta indiferente la actitud con la que es recibida. Toda palabra pretende entablar comunicación. Importa el comunicante, y no menos su mensaje. Importa también el receptor y su capacidad de respuesta. Cristo, Palabra personal del Padre, entra en comunicación con nosotros. En Él se nos da el Reino de forma perfecta y total. Es necesario, por tanto, discernir cómo lo acogemos y valorar nuestra respuesta.
«El que tenga oídos para oír, que oiga». Muchos vieron a Jesús por las villas de Galilea, muchos le recibieron triunfalmente a su entrada en Jerusalén, pero bien pocos creyeron y aún éstos, en la cruz le abandonaron. Fue necesario que le «vieran», de un modo nuevo y distinto, aparecerse resucitado. Del mismo modo, una cosa es «oír» y otra cosa es creer. Se puede oír «como quien oye llover», sin que en nada me afecte el mensaje, sin permitir que cuestione mi vida, que la cambie. Oídos tenemos todos, pero es necesario «ponerse a oír», abrirse a la escucha. Que el mensaje recibido no baje la las mazmorras del olvido o salga por la vía fácil, «del oído de enfrente», sino que se albergue en la tierra buena de un corazón abierto, y pueda enraizar y dar fruto. Jesús invita a esa escucha verdadera, profunda, que asimilando lo que Él dice es capaz de iluminar la vida, y de tocarla en su centro mismo hasta salvarla.
Meditación:
He sido admitido en el circulo de los que «conocen los misterios de Dios» y Jesús me explica la parábola. Por la fe y el bautismo soy cristiano. Comparto en el pan y el vino «el misterio de nuestra fe». ¡Qué alegría, qué privilegio, qué responsabilidad! Admitido a la intimidad de Cristo, formo parte de su mismo cuerpo, soy una sola cosa con Él. Por mi bautismo soy hijo en el Hijo. Por la eucaristía crezco en comunión con Él. Este no es un círculo cerrado: Jesús me desvela sus misterios para que yo los ofrezca, los anuncie a todo hombre.
La palabra de Dios y mi escucha. Esta es la gran pregunta. Él se me ha acercado, ha sembrado su palabra. ¿Cómo la estoy acogiendo?
En el camino. El diablo no quiere que crea, no sea que me salve. Detectar las «tentaciones» que «se llevan la palabra» de mi corazón, y toman su puesto.
Entre las piedras. La «alegría» de la primera hora, que necesita ser arraigada. Y si no al final se derrumba, igual que un castillo de naipes. ¿He pasado yo por la prueba? Con Cristo no hay fallo definitivo, pues su misericordia es eterna. Pero necesito «arraigarme», profundizar. No puedo seguir siendo un superficial, un frivolo.
Entre zarzas… que parecen rosas. Los «afanes de la vida», las «riquezas y placeres». ¿Cuántos pactos vergonzosos no he hecho yo en mi vida? ¿Cómo puedo pensar en serio en nadar y guardar la ropa? La verdad es que, a fin de cuentas, o mi corazón es entero de Cristo, o terminará no siéndolo en absoluto. O mi vida entera (trabajo, estudio, diversión, familia, afectos, sexualidad, economía,…) es de Cristo, u otros «señores» tomarán su puesto.
Tierra buena. «Corazón noble y generoso», auténtico y decidido. ¡Todo para ti, Señor! ¡Entregarme a ti del todo! De verdad, sin medias tintas. ¡ Y con perseverancia! No en un momento de emoción fugaz, sino en la cotidianidad, en la verdad del día a día. Tengo sed de escuchar la palabra. Y meditarla «en la intimidad con Cristo». En la oración. La Lectio Divina ¡está haciendo crecer mi deseo de oración, mi gusto por la oración!. Y mi aprecio por la comunidad de los discípulos, la familia del Señor, mi amor a la Iglesia.
Oración:
Podemos compartir en voz alta nuestra meditación, brevemente, sin entrar en debate, sino enriqueciéndonos unos con las visiones de los otros.
Demos ahora gracias al Señor, que nos ha revelado sus misterios, que quiere comunicarse con nosotros, que madruga para sembrar su semilla, que quiere fecundar nuestra vida y hacerla rica y granada. ¡Señor, yo quiero ser tierra buena! Ayúdame a discernir tu presencia, a ser honesto contigo, a acoger tu invitación con total disponibilidad.
Tú no quieres guardar secretos, sino anunciar a todos los hombres la alegría de la salvación, convocar a todos a sentarse a la mesa de tu reino. ¡Eres el sembrador del mundo!
Señor, te pedimos por los que no te escuchan… porque no hay quien les anuncie tu nombre, o porque la vida les ha endurecido el oído o porque han endurecido su corazón.
Cuenta conmigo Señor, para ir a diseminar tu simiente, a repartir tu palabra, y a ayudar a tantos que no esperan o que viven despistados, a tantos campos sedientos, pedregosos, con malezas… Cuenta conmigo, sembrador.
Entonemos por fin juntos algún canto de los que hablan del sembrador.
Contemplación:
Contemplamos dos paneles. Como en esos programas modernos que permiten partir la pantalla y ver dos escenas a la vez.
En el primer panel, Jesús recorre ciudades y pueblos. Predica ¿Qué dice? Y sana ¿Qué hace? La gente acude y se le une ¿Quiénes son, qué buscan, de que hablan, qué hacen? Jesús toma la palabra y pronuncia la parábola. ¿Porqué? ¿Cómo lo hace? Parémonos un momento, releyéndola, a escucharla de sus labios, dirigida a nosotros mismos.
Los discípulos, a la tarde, le preguntan por su sentido. También yo estoy entre ellos, también yo necesito más luz, tampoco yo entiendo. Y Jesús se la explica. Nos la explica. Me la explica… y deja que yo reaccione.
En el segundo panel, la historia. Veamos al agricultor. Sale temprano, con sueño y frío, y se encamina esperanzado al campo. Toda su esperanza brota… al ritmo de la sementera. ¡Cuántos proyectos, cuántos sueños, cuántas posibilidades dependen de estos granos arrojados al viento, regalados al surco! La siembra es pobreza, renuncia. Es esfuerzo y exige paciencia. Duro trabajo por meses, y al final… cosecha incierta. ¿Qué será de esta semilla, microcápsula de vida? El sembrador no se detiene, ni por miedo, ni por pereza… La esperanza abre su mano, y el brazo lanza vigoroso al viento, al mundo, el grano que porta vida.
La importancia del discernimiento. Pero ¿cómo puedo yo aprender a discernir? Necesito de mis hermanos, del corro de «los discípulos». Y necesito también de maestros, altavoces y ministros del Maestro, que me ayuden a distinguir en mi mismo zarzas, piedras y sequías, y a disponerme por dentro para recibir la semilla.
Mirar al mundo que me rodea, en el que vivo. ¿Pero sigue Dios sembrando su palabra? ¿Qué acogida encuentra? ¿Qué puedo yo hacer para ayudar a tantos que no se dan por aludidos, o que rechazan o no dan importancia a una semilla de la que depende su misma vida?
Isaac de la Estrella
La simiente es el Verbo de Dios, y el sembrador el Hijo del Hombre; y el Verbo mismo de Dios se ha hecho Hijo del Hombre, así que semilla y sembrador ¡son idénticos! Es Él mismo que se siembra a sí mismo […] Salió el sembrador a sembrar su semilla … salió del seno del Padre como Verbo para venir al seno de la Virgen. Saliendo de allí se ha hecho carne, y ha venido al mundo, como sembrador del campo, como Hijo del Hombre. […] Y se siembra en tres formas el Verbo: siembra exterior, por el oído, por medio de la enseñanza de palabra; y por los ojos, con el ejemplo de la vida, y también interior, por el corazón, mediante la inspiración de la gracia. De esta triple manera se ejerce el celestial magisterio de Cristo (Sermón 18,4-8).
San Efrén de Siria
El sembrador es único, y ha lanzado su semilla de un modo equitativo, sin hacer acepción de personas. Pero cada terreno, por si mismo, ha mostrado su amor con sus propios frutos. El Señor manifiesta así con su palabra que el Evangelio no nos hace justos por fuerza, sin la colaboración de nuestra libertad; los oídos estériles a los que Él no ha privado de la simiente de sus santas palabras son prueba de ello (Diatessaron 11,12).