Ficha décimo octava

Ficha decimoctava: Resurrección del hijo de la viuda de Naín (Lc 7,11 – 17)
 
 Iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, e iban con Él sus discípulos y mucho gentío Cuando se acercaba a la entrada de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba A1 verla el Señor, le dio lástima y le dijo: No llores. Se acercó al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: ¡muchacho, a ti te lo digo, levántate! E1 muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios, diciendo: Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo. La noticia del hecho se divulgó por toda la comarca y por Judea entera.
 
 Lectura:
 
 La escena es muy plástica. En el ámbito de la puerta se cruzan dos comitivas, una que entra y otra que sale. Jesús, acompañado de sus discípulos y «mucho gentío». El joven muerto acompañado de su madre y «un gentío considerable».
 Al verla «el Señor». Ahora no se le llama simplemente «Jesús», porque está a punto de realizar una acción propia del poder del mismo Dios. «Señor mío» es la forma en que los judíos llaman a Dios, y «Señor» era también para los gentiles un término que se aplicaba a los personajes divinizados, por ejemplo al emperador romano.
 «Le dio lástima». «Se le conmovieron las entrañas», podríamos traducir más descriptivamente. Es la «misericordia», la «compasión», un compartir el dolor ajeno que afecta profundamente a Jesús y le lleva a hacerlo propio y a socorrer a quien lo sufre. Las «entrañas de misericordia» son una característica del Dios bíblico, y esta «compasión por su pueblo» le ha llevado a liberarlo de la esclavitud de Egipto, a hacer una alianza con él, etc. Es el amor de Dios, que le lleva a salvar al hombre, el que mueve a Jesús a actuar a favor de esta pobre mujer resucitando a su hijo.
 «¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!» Una interpelación cargada de autoridad, bien concreta y dirigida directamente a la persona. La impresionante autoridad del Señor. La misma que impresionaba a cuantos le escuchaban predicar. La misma autoridad que tiene la palabra creadora de Dios en el Génesis. Eficacia inmediata. El verbo «levantarse» se utilizará también para hablar de la propia resurrección de Jesús.
 Frente a la majestad de la acción y las palabras de Jesús, los del muchacho se cuentan como de pasada, sólo para mostrar que el muerto ha obedecido puntualmente a la palabra pronunciada por el Señor. No interesa lo que dice, sino el hecho de que hable, pues la palabra es signo de la vida: sale del aislamiento y vuelve a la comunicación.
 Y «se lo dio a su madre». El hijo se convierte ahora en un regalo recibido del Señor. Todo hijo es un regalo del Señor, pero éste de modo especial.
 Dar gloria a Dios, es aquí reconocer su presencia en Jesús. Le consideran un «gran profeta» porque, como Elías o Eliseo, realiza las obras de Dios.
 
 Meditación:
 
 Mi vida como camino. ¿Hacia dónde camino y porqué? Hay un camino en pos de Jesús que lleva a la vida, en la escucha de su palabra. Hay un camino de incomunicación y de muerte, camino de exilio, de apartamiento, que está lleno de llanto y desesperanza. ¿Hacia dónde va mi camino? ¿Qué es lo que mueve mis pasos?
 Jesús sale al encuentro. Detiene mi caminar hacia la nada. No llores. ¡No llores! ¿Cómo no llorar en este mundo? ¿Cómo no llorar cuando me siento maltratado o impotente? No llores. Pero… ¿es que aún cabe esperar?
 Jesús conmovido. El motor del actuar de Dios es el amor, la misericordia. Cristo no soporta impasible el llanto melancólico del abatido. Tanto le duelen nuestros dolores, que prefiere cargar con ellos para liberarnos. ¡No hay muerte que pueda anonadar un amortan sin límites!
 «¡Levántate!» Los poderes de este mundo oprimen y aplastan al hombre. Los poderes absolutos, oprimen absolutamente. Más… ¡con qué autoridad me ordenas, Señor, que me levante! El que hizo cielo y tierra con el sólo poder de su Palabra, la empeña para buscarme y decirme «a ti te lo digo ¡levántate!» Hay una forma nueva de autoridad, que con razón hace surgir la sorpresa, la sobrecogida alabanza.
 Levantarme, dejar de estar postrado. Abrir la boca y caminar. No puedo quedarme tumbado y mudo, cuando el mismo Señor me llama. No dejarme llevar a la tumba cuando me llama el Señor de la vida. Un día me lo dirás de nuevo, Señor: ¡levántate! Y será tu voz un eco de aquella con que te despertó el Padre en la mañana de Pascua. Y habitaremos juntos, por siempre, en su casa.
 Podemos compartir en voz alta nuestra meditación, brevemente, sin entrar en debate, sino enriqueciéndonos unos con las visiones de los otros.
 
 Oración:
 
 Señor, sal a mi encuentro, cambia mi ruta, pon tu vida en mi muerte, dirígeme tu palabra y viviré, toca mi sepulcro y se convertirá en mi cuna.
 Señor, dame un corazón compasivo. Capaz de ver y comprender, capaz de conmoverse y acercarse. Capaz de amar.
 Señor, haz de mí tu discípulo. Hambriento de seguir tus caminos, de escuchar tus palabras, de vivir la vida contigo. Saliendo de mi casa, de mis cosas, para irme contigo.
 Señor, que no dé a nadie por perdido. Que aprenda a llorar por tantos que, cerca de mí, están como muertos. Para que tú te compadezcas y los sanes.
 Señor, que proclame tu gloria. Que me estremezca tu presencia, las maravillas que haces y dices. Que sobrecogido y alegre, sea tu testigo en mi casa, y en toda Judea, y hasta en los confínes del orbe.
 
 Contemplación:
 
 Contemplar esta escena es muy bello. Es como un gran cuadro. El campo, la muralla de la ciudad, la puerta. El grupo de Jesús que se acerca, el grupo del difunto que sale.
 ¿Cómo son los rostros de los que vienen con Cristo? ¿De qué hablan? ¿Me encuentro entre ellos, o presencio la escena de lejos?
 ¿Cómo es el cortejo de la viuda? ¿Qué gritan? ¿Qué sienten? ¿Esperan? ¿Voy llorando por la vida, amortajado en la caja, o estoy en el camino y me cruzo con el sepelio?
 El encuentro. Jesús conmovido. Se le saltan las lágrimas del corazón, y dice a la mujer «no llores». Y ordena al muchacho que vuelva a la vida. Escuchar su voz potente que ordena, inapelable: «Muchacho, a ti te lo digo, levántate!» Con todo derecho puedo, donde dice «muchacho», poner mi nombre, pues es a mí a quien hoy el Señor llama a la vida.
 La alegría del rostro del Señor. La inefable de la madre que recibe al hijo. Y los rostros de las gentes. Ver como se extiende su fama. Ha llegado hasta nosotros. Crezca en mí la alegría, la esperanza, y sobre todo la gratitud y el amor hacia Aquel que de las tinieblas y sombras de muerte, me ha llamado a su luz admirable.
 No hay caminos sin salida, ni sepulcros que Cristo no pueda abrir. A menudo me dejo llevar por el pesimismo y la desesperanza. Parece que el mundo no tenga arreglo, ni mi vida futuro. Es claro, el muerto al hoyo; el vivo… a esperar su turno. Y sin embargo, Cristo está ahí, de camino. Aprender a esperar en Cristo, a no precipitar mi juicio, a no dejarme desalentar por los reveses de la vida. Con Él siempre se puede hacer camino. Es cuestión de fe.
 Necesito crecer en sensibilidad por los que sufren. Hacer presente el amor de Cristo junto a aquellos que nada tienen, que nada pueden, que nada esperan. Mensajero del evangelio de la esperanza, lo mío es abrir las puertas, compartir las muertes, anunciar al Señor de la vida.
 
 San Agustín de Hipona
 
 Enviasteis, Señor, vuestra mano desde el cielo y librasteis mi alma de esta oscuridad profunda, porque en vuestra presencia, mi madre, vuestra sierva fiel, lloraba por mi más que no lloran las madres en los funerales corporales de sus hijos. (Confesiones, 3,11)
 A un cristiano no ha de caberle duda de que también ahora son resucitados los muertos. Pero si todo hombre tiene es capaz de ver resucitar muertos, como resucitó el hijo de esta viuda, no todos tienen ojos para ver resucitar a hombres espiritualmente muertos, sino sólo quienes previamente resucitaron en el corazón. Es más importante resucitar a quien vivirá para siempre, que resucitar al que ha de volver a morir. De la resurrección de aquel joven se alegró su madre viuda; de los hombres que cada día resucitan espiritualmente se regocija la Madre Iglesia. Aquél estaba muerto en el cuerpo; éstos, en el alma. La muerte visible de aquél visiblemente era llorada; la muerte invisible de éstos pasaba inadvertida. La enfrentó a ella el que conocía a los muertos; el único que podía devolverles la vida. (Sermón 98,1 -3)
 
 El Catecismo de la Iglesia Católica
 
 La Resurrección de Cristo no fue un retorno a la vida terrena como en el caso de las resurrecciones que Él había realizado antes de Pascua: la hija de Jairo, el joven de Naín, Lázaro. Estos hechos eran acontecimientos milagrosos, pero las personas afectadas por el milagro volvían a tener, por el poder de Jesús, una vida terrena «ordinaria». En cierto momento, volverán a morir. La Resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del Espíritu Santo; participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto que san Pablo puede decir de Cristo que es «el hombre celestial» (n° 646).


 

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